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HONG KONG: TAN LEJANO ¿TAN AJENO?

Una raza diferente. Un estilo de vida distinto. La arquitectura, la comida y el idioma. A simple vista parece que China se presenta como un mundo paralelo a lo que es la cultura en la que estamos acostumbrados a movernos.

A los 18 años conocí a un muchacho chino que se rebautizó Hubert. El nombre que le dieron sus padres era demasiado complejo para nosotros, los no-chinos, por lo que siempre había un sonido “tz” u “oh” pronunciado demasiado o demasiado poco. Para evitar conflictos, él se inventó un nombre.

Hubert tomaba clases avanzadas de matemática y yo de teatro. Pero por alguna razón que probablemente la lógica logre explicar pero yo no, nos hicimos amigos. Así que volvíamos una noche de primavera, caminando por las aceras bien cuidadas del pueblo donde residíamos por un par de meses, conversando de la vida. De su casa, de la mía, de sus intenciones, de las mías. Entonces me contó que su madre siempre le había dicho que tenía que estudiar. No hubo latitud ni longitud distante que permitiera que no le prestara atención. El dedo de mi madre retándome por el título universitario se me vino a la cabeza. “Estudiar, estudiar, estudiar y después poder elegir lo que uno quiere ser en la vida”, según él, eso era lo que decía su madre. Una madre china en las antípodas uruguayas repetía el mismo verso que la mía a todo un mundo de distancia. Así que llegue a Hong Kong con una cosa clara: la base es la misma.

 

El gigante de Oriente

 

Elizabeth Gilbert en Comer, rezar, amar escribió que es perezosa investigando el lugar al que irá a visitar, que simplemente llega y que eso le cuesta tiempo y dinero. Me siento totalmente identificada. Mis primeros 45 minutos en la isla de Hong Kong fueron de un esfuerzo inmenso por captar lo más que pudiera sobre un lugar del que no tenía demasiada idea. Hasta que, como con todo lo que es demasiado grande, uno se relaja y nada más se deja llevar. Después de todo, los pies saben exactamente a dónde ir.

En China uno puede tratar de escapar de los McDonalds y los Starbucks, pero escapar de los souvenir chinos que hay en el resto del mundo se vuelve una misión mucho más ardua. Las mismas chucherías que se encuentran en una tienda de pañuelos en Uruguay están allí, orgullosamente colgadas en cada tienda de baratijas chinas. Ahí tenemos al mundo globalizado, en el que los extremos coinciden, y yo discutía con un filipino sobre no querer ir a McDonalds. Él me dijo que no me podía dejar sola porque me perdía, y todo se volvió una cuestión de orgullo personal, y con una sonrisa despreocupada le dije que no yo no era tan despistada.

Fue darle la espalda, encontrarme frente a frente con un edificio gigante y bajar la comisura de los labios. ¿En qué me metía? Pero, como dije ya, los pies saben exactamente a dónde ir. Crucé la calle solo para darme confianza y caminé sin rumbo hacia la costa, entre edificios supergigantes y el traqueteo de los semáforos para ciegos que cambiaban de color en medio del cruce de la avenida (para agilizar el tránsito, según me explicaron).

No podía reconocer frente a mi amigo filipino que tenía poca idea de qué hacer ni de qué quería ver. Pero sí podía sentarme tranquila en algún lugar, tomar un café y tratar de estudiar un mapa (si es que esas cosas se estudian). Así que me metí en el primer café que vi (y hablando de Occidente, fue un Starbucks) y desplegué mi mapa. Si digo que estaba escrito en chino no me alejaría demasiado de la verdad. Igualmente, aprender a leer un mapa con una ciudad del tamaño de Hong Kong era un reto demasiado grande como para emprender sola. Busqué ayuda en la mesa de al lado y me llevó más tiempo del que debería darme cuenta de que estaban hablando en español. Un mexicano y una colombiana que, como tampoco entendieron mi mapa, me regalaron uno extra que tenían ellos. Así que, bueno, no voy a decir que me ubiqué, pero sí podía saber dónde me perdía. Y sin saber a dónde iba, llegué al Paseo de la Fama.

Me resultó del todo tentador que lo primero que veía en China era algo tan estadounidense. Pero me limité a caminar buscando nombres familiares entre las estrellas. Cada tanto paraba para mirar la otra orilla. Es que el Puerto de la Victoria, donde está este paseo, es un espectáculo por sí mismo. Va más allá de los turistas buscando a sus actores favoritos o de sacarse fotos con las estatuas de directores de cine y camarógrafos. Del otro lado del río se ven edificios y nada más. Digo “nada más” porque una persona es demasiado pequeña para verse, mientras que los edificios son gigantes. La tierra de la Gran Muralla sabe cómo hacer las cosas a escala. La niebla difumina los bordes y el otro lado del río toma forma de maqueta gigante, de ciudad futurista que sigue su propio ritmo.

 

Cambio de roles

 

Justo cuando me vieron, las vi. Eran dos adolescentes, aunque no me atrevo a adivinar las edades de los asiáticos porque siempre parecen más jóvenes de lo que en realidad son. Pero como estaban vestidas de uniforme de colegio, asumir ciertas cosas es fácil.

Llegaron a mí dando saltitos y trataron de preguntarme (otra vez, asumiendo cosas) en un inglés poco entendible, pero sí muy práctico, si podían hacerme una encuesta para una materia del colegio. Les dije que no tenía drama y comenzaron a traducir del chino a un inglés muy básico preguntas como “¿cuál es tu profesión?”. Y a cada una de esas preguntas, les devolvía un “¿qué estudian?”, luego les pregunté si eran de la isla y dónde habían aprendido inglés. Y así es como la encuestada se convirtió en encuestadora. Ellas respondieron a todas mis preguntas y se olvidaron de su cuestionario.

¿Cómo se hace para llegar tan lejos y no hacer preguntas? Estoy dispuesta a dar respuestas, si me las dan a mí. Y estas muchachitas me hablaron bastante de Hong Kong. De lugares a los que debía ir y cosas que tenía que ver. Así que dejé la estrella con el nombre de Jackie Chan atrás y me fui al Mercado de las Damas (Ladies Market).

Tras los pasos

Los mercados callejeros tienen olor a pescado. Probablemente haya en una ciudad tan grande un mercado donde no vendan pescado, pero como este es el relato de mi viaje, me siento lo suficientemente egoísta para contar lo que vi, comí, caminé y fotografié. Por lo tanto, en esta historia, todos los mercados por los que caminé tienen olor a pescado.

Mi amigo Patricio tiene un proyecto personal de fotografía acerca de los mercados callejeros asiáticos. Por lo que, siguiendo sus pasos, crucé, recorrí y respiré más ferias en dos meses que en años.

No todos, esto sí, son exclusivamente de pescado. Ladies Market, por ejemplo, son calles y calles llenas de souvenirs y productos de marca muy bien falsificados. Remeras que tienen como estampa “Yo me perdí en Hong Kong” (tendría que haberme comprado una). Es un mercado muy turístico.

Con respecto a seguir a Patricio. Mi sentido de la orientación es nulo. Incluso con un mapa en la mano, cuando hay que doblar a la derecha yo instintivamente me voy para la izquierda y convencida de que tengo razón. Pero como seguía a Patricio no tenía que preocuparme de por dónde andaba. Hasta que él se perdió.

Buscábamos una calle de artesanías que nunca encontramos por dar vueltas en círculo, que dábamos mientras yo me mordía la lengua y escuchaba su reto como si fuera una nena chica. Él nunca aceptó que estábamos perdidos. Es que hay personas a las que no les gusta perderse. Como si no fueran capaces de dejar el control de sus movimientos en ningún momento. Especialmente en una ciudad tan grande y tan lejos de casa. Tal vez sea porque ya estoy acostumbrada a vivir perdida, pero no es algo que me moleste, por el contrario, es como que todo el tiempo espero perderme y encontrar esa calle pequeña llena de puertitas y luces de neón que no se distinguen unas de otras, como pasó esa tarde.

Luz de noche

En la noche, Hong Kong tiene tanta luz como de día.

La Sinfonía de luces es un show que incluye sonido e iluminación en toda la franja costera. Es una de las mayores atracciones turísticas

En la costa comienza el espectáculo. Los carteles de las grandes multinacionales se encienden, los edificios nunca apagan sus luces y se ven pincha nubes (reflectores de haces de luces) de diferentes colores yendo a diestro y siniestro. Se arman excursiones en barcos que pasean por esa costa para mostrar el Show de luces.

Llegamos al atracadero de yates pasadas las 11 de la noche. Los que sabían a dónde ir eran una tailandesa, con su novio, y Patricio, chileno. Los tres caminaban adelante. Quedé rezagada con un inglés. Justo. Y yo con tantas preguntas. Por suerte éramos amigos y tampoco sería la primera vez que le haría preguntas de biblioteca con tacos altos y rímel. Así que sin falta de juntar mucho coraje le pregunté qué se sentía estar en una excolonia.

Chris, este inglés al que le gusta conversar y tiene las historias más locas que incluyen meterse a contramano en una calle griega y darse cuenta recién cuando un carro tirado por un burro le toca bocina, ni siquiera encontró rara mi pregunta. Unos días antes lo saqué del bar hablándole de la guerra de los Cien Años (que en realidad duró 116), así que supongo que lo que en realidad no esperaba era una conversación convencional.

Él recuerda estar sentado en casa de sus padres, mirando por la televisión como el primer ministro entregaba la ciudad. Hong Kong fue colonia inglesa hasta 1997. Ahora es parte de la República Popular China. Sin embargo, existen “peros”. Hong Kong es bastante independiente. Económicamente, por ejemplo. Tiene su propia moneda y cotiza en bolsa como tal, más allá de lo que sucede en el resto de China. Es, al igual que otras ciudades de la costa este, un lugar sumamente desarrollado con superedificios y superavenidas y todo es súper, pero, a diferencia de Shanghái, Hong Kong tiene una historia particular: la de ser la región que más tiempo estuvo bajo el imperialismo occidental, por ejemplo. Inglaterra dejó su marca: calles nombradas en honor a antiguos y no tan antiguos príncipes y reyes, iglesias anglicanas y, gran diferencia, el idioma inglés. Tratar de hablar inglés en el resto de China es complejo, pero en Hong Kong es tan común como lo es ver la bandera del Reino Unido en algunos comercios. Esta ciudad presenta un pueblo más abierto a lo que hay más allá en China y más allá en Asia.

Entonces, la noche de Hong Kong

Hablando del universalismo que se encuentra en Hong Kong, llegamos a una calle llena de pubs. Algunos irlandeses, otros que parecían estadounidenses de la década de 1950, pero uno en particular era una tanguería con Maradona, el Che y Fidel Castro pintados en la entrada. Un mix latino que se compró mi entrada. El dueño resultó ser un chino que casi no hablaba inglés. Es increíble cómo América Latina está presente en el imaginario cultural popular de un país tan lejano. Cómo el tango, aun en las antípodas uruguayas y argentinas, existe. El mundo está aprendiendo a romper sus barreras: religiosas, culturales. Todo se vuelve un mix.

A un par de calles de los pubs, encontramos un edificio de oficinas. Fue justo antes de llegar al destino. Conversábamos entre nosotros sin darle demasiada importancia al resto, pero ese edificio nos llamó la atención. Había una sola luz prendida. Pasadas las 11 de la noche, una oficina seguía funcionando. La ciudad no para. Por el contrario, la ciudad crece. Y según las estadísticas, en pocos años esas oficinas que van a seguir funcionando a las 11 de la noche van a ser muchas más. Tal vez era la luz de una empresa que solo trabaja de noche. Tal vez era un empleado que volvió por unos papeles olvidados, nada más. Pero en lo único en que pude pensar mientras caminaba por Hong Kong con mis amigos buscando una calle llena de pubs fue que había una persona en todo ese edificio que estaba haciendo muchas horas extras.

La vuelta a casa

¿Quién en Uruguay no se ha metido por una calle que decía “no pasar”, “en construcción” o algo similar? O al menos la atravesó para cruzar de un lado al otro. Es algo que sucede todos los días, a veces sin que nos demos cuenta, levantamos el cartel casi mecánicamente y pasamos por debajo. Sin drama. Sin complejos. Tenemos que pasar, y lo hacemos. Hacerlo en Hong Kong sí se volvió un problema. Más psicológico que otra cosa, en realidad.

Teníamos que volver al puerto y tomar el bote que nos llevaría a donde nos quedábamos. Pero Chris y yo estábamos entretenidos conversando sobre cómo Hong Kong dejó de ser parte del Imperio donde nunca se pone el Sol y pasó a ser parte de la República Popular China, en lugar de prestar atención a la ruta que hacían nuestros amigos conocedores. Así que al momento de volver, nos vimos en problemas. Por suerte él sí tiene sentido de la orientación. Y cámara de fotos para comprobar si efectivamente habíamos pasado o no por cada lugar antes (mis bendiciones a la era digital).

El problema fue que llegamos a una calle cerrada. Doblamos mal o cruzamos antes de tiempo, quién sabe. El asunto es que terminamos en una calle cerrada con vallas de plástico y carteles en inglés y chino que prohibían el paso. Del otro lado de la calle se veía el atracadero. Ese era el destino a dónde teníamos que llegar. Para los costados, solo había más vallas. Cuando quise acordar, Chris saltó por arriba del plástico y me extendió la mano. “Apurate, estamos en Hong Kong”, me dijo. A las risas le pregunté de qué tenía miedo, ¿cámaras en la calle? ¡Sí! Entonces caí en la cuenta, Uruguay estaba lejos. Las reglas eran diferentes

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