PAÍS VASCO:
UNA VUELTA AL ORIGEN
Parte de la familia de mi abuela paterna y de mi abuelo materno llegaron a Uruguay desde el País Vasco (del lado español y del lado francés, respectivamente). Para mí, estar allí tenía un significado especial. He hablado largo y tendido sobre esto con otras personas que han viajado a los lugares donde sus antepasados partieron al Nuevo Mundo y sé que no es raro cuando digo que en el País Vasco me siento en comunión, se siente como regresar al origen. Aunque racionalmente sabemos que no es verdad: mi origen es Uruguay.
BILBAO
Tuve suerte, con respecto al País Vasco, porque pude ir y volver un par de veces. La primera vez quería conocer el Guggenheim; la segunda fui por trabajo, y la tercera porque acababa de cortar con un novio y hui de Londres a Bilbao. Esa tercera vez me colé (y “colar” es la palabra justa, porque ni siquiera pedí permiso) a un viaje que mis padres hacían con amigos por España.
Una ciudad de arte
Al entrar a la ciudad, cuando se cruza el puente, enseguida se divisa el museo. La arquitectura de vanguardia se roba todas las miradas, irrumpe con el escenario del norte de España, con un lugar que, se supone, es tranquilo y tradicional, que busca retornar a sus orígenes, que habla Euskera y se presenta al mundo como País Vasco.
Me pregunto qué habrá opinado la gente en la década del 90, cuando llegó un arquitecto y presentó un plano medio loco de lo que se suponía que era un museo. ¡Un museo! Con lo aburrida que suena esa palabra. Y, de pronto, ante los ojos de los vascos, se comienza a construir ¿una flor? De aburrido tiene poco, especialmente cuando el sol comienza a bajar y refleja en el titanio de las paredes exteriores.
Cuando me bajé del bus, en la terminal, diluviaba, era de noche y yo no tenía idea hacia dónde agarrar. Traté de ubicar mi residencia en Google maps, pero el GPS de mi celular parecía borracho y la flecha de la brújula se movía de un lado para el otro. Miraba en las esquinas y trababa de comparar las calles en mi mapa, pero todas las Kaleas se mezclaban…
Con un pañuelo en la cabeza y cinchando la valija por esas subidas empedradas, preguntando por direcciones, al fin llegué a la calle anterior a la residencia. Había un almacén en esa cuadra y yo tenía hambre. Así que entré, busqué pan, jugo y luego me paré frente a la heladera de lo que serían los embutidos y le pregunté al señor que trabajaba allí si tenía fiambre. Él se rio y me dijo que no. Me pregunté dónde estaría el chiste. Hasta que llegué a la caja registradora y vi que tenían El Corán a la venta. Ay, qué bajón de presión. Le pedí disculpas, le dije que recién llegaba, que no me había dado cuenta, que había sido una bruta. El hombre volvió a reírse, me dijo que no pasaba nada y que por el pañuelo en mi cabeza, cuando entré pensó que yo también era musulmana. “Ah, no”, le dije, “yo no soy nada”. Me tomó un rato largo darme cuenta de mi respuesta, igual de bruta que pedir jamón en una tienda del islam.
¡Mirá si no iba a entrar al museo! Y luego pasé el resto del día caminando alrededor. Dos por tres paraba en la cafetería que hay afuera del museo a tomar algo, pero luego continuaba dándole vueltas al lugar. Miré la escultura de la araña gigante (que se llama Madre) hasta que me comenzó a gustar, me vi reflejada en esa escultura de bolas plateadas, me senté al borde del río para seguir admirando ese museo.
En la semana que estuve en la ciudad, me hice el hábito de pasar todos los días a ver cómo estaban la araña y Puppy, el perro de flores. La residencia donde me quedaba no estaba cerca del museo, era como una media hora caminando hasta que llegaba. Pero, de camino, veía diferentes obras, caminaba por calles distintas cada día, veía todo el arte urbano que hay desparramado por toda la ciudad. Estatuas, murales, por todos lados. No es solo el Guggenheim, sino que toda la ciudad respira arte.
El barrio de mi residencia era de procedencia dudosa. Parecía estar lleno de inmigrantes africanos, la impresión que tuve es que la religión que comandaba todo era el islam, había muchos grupitos de hombres en todos lados y cada poco rato sentía la sirena de los autos de policía. Era la única mujer que andaba sola por la calle, las demás andaban con niños o de a dos. Pero jamás me pasó nada, ni siquiera un sentimiento de temor. Volvía a la residencia a cualquier hora del día o la noche y nunca me sucedió nada desagradable (ni siquiera miradas que me incomodaran). Al día siguiente del incidente del jamón y decir que yo no era nada, el señor del almacén me vio entrar y me preguntó qué tal Bilbao, supuse que estaba perdonada.
Mi paseo favorito era por el casco antiguo, con los balcones y calles decoradas de blanco y rojo, porque el Atlético Bilbao estaba por jugar. Las calles angostas, las casas viejísimas y esa llovizna constante que enseguida dejó de molestarme.
LAGUARDIA
Laguardia es una ciudad amurallada de la Edad Media. Resulta que todo el subsuelo de la ciudad es hueco, que fue construido como ruta de escape de quienes estuvieran protegiendo el lugar. Datos históricos más, datos históricos menos, ahora, como no hay guerras, esos subsuelos se usan como bodegas de vino. Por lo tanto, ¿qué se puede hacer en la ciudad? Pasarse de sótano en sótano, degustando y comprando vino.
Era como un viaje en el tiempo. Las calles finas, los edificios color ocre, tan altos como un segundo piso y nada más. Es una ciudad medieval que contrasta con las personas que habitan esas casas: con celulares, ropa a la moda e internet.
Hay un reloj que en cierto momento del día tiene un show: un cachimorro y dos bailarines, todos vestidos con prendas típicas de la región. Está en una plaza que se llama Del Gaitero, y ese reloj es tan famoso que el día en que nosotros llegamos a Laguardia, también lo hizo un programa de televisión español, del canal TVE, y resulta que mis compañeros de viaje se tiraron delante de las cámaras para hablar de Uruguay (y de lo bien que la estaban pasando en España).
También está la iglesia Santa María de los Reyes. Fátima era una de las mujeres que viajaba en una excursión en la que yo me colé. Es una mujer llena de vida, con una energía que excedía por mucho a la mía. Estaba ansiosa por conocer todo lo que pudiera, siempre caminaba adelante del grupo y en cada ciudad a la que llegábamos, era Fátima la que buscaba mapas y averiguaba qué ver. En Laguardia no fue diferente. Ella se pasó conversando con cuanta persona local encontró y todos le dijeron que tenía que ver el pórtico de la iglesia de Santa María de los Reyes. Desde afuera se veía como una iglesia común y corriente. La incertidumbre crecía, porque solo abrirían las puertas de la iglesia a cierta hora, donde un guía explicaría ese pórtico. Yo miraba el pórtico de la iglesia y no entendía qué habría que explicar. Mientras esperábamos que fuera la hora, los hombres se fueron a comprar vino y yo me quedé conversando con dos belgas que andaban de viaje por España.
Vaya que sí había que explicar.
Resulta que el pórtico de la iglesia tan famoso está protegido por otro pórtico. O sea que la entrada a la iglesia es falsa, es como la entrada que lleva a la entrada. Y esa segunda entrada es hermosa. De primera vista, son tantas las esculturas que adornan la puerta que cuesta enfocar la vista, definir algo. La guía comenzó a explicar de a poco: quién era cuál apóstol, qué significaban los objetos que las esculturas tenían con ellos. Todas las imágenes son de adoración a la Virgen. La escenas principales son las de la Anunciación, la Visitación y la Virgen durmiendo. Tonta de mí que tuve que esperar a que la guía lo explique cuando el nombre de la iglesia es el de Santa María de los Reyes. Ese lugar, con esculturas que se mantienen en buen estado (y con color original) desde la Edad Media, es lo que le pone la cereza al postre de todo lo que es Laguardia.
EL VALLE DEL BAZTÁN
Hay una serie de libros, la trilogía del Baztán. La autora es Dolores Redondo, oriunda de San Sebastián (o Donostia). Esta trilogía cuenta las hazañas de la detective de policía Amaia Salazar. En el primer libro, El guardián invisible, Amaia debe volver a su ciudad natal, Elizondo, para atrapar al asesino de una adolescente.
Me enteré de la existencia de esos libros cuando llegué a Elizondo. Una de las mujeres de la excursión había leído la trilogía e insistía que quería quedarse en Elizondo para caminar por las calles de los libros. No me opuse: el lugar era encantador. Y, si de lugares encantadores hablamos, conseguimos una casa para huéspedes con la anfitriona más amorosa del mundo mundial. Me acuerdo de ella que tenía el pelo cubierto en canas y que no paraba de hablar. Nos instaló a cada cual en su habitación, nos contó qué había para desayunar y luego nos comenzó a hablar de la ciudad.
Estoy diciendo “ciudad” cuando en realidad es un pueblo. Es un lugar justo para un libro de misterio, porque, en apariencia, todo está donde tiene que estar, todo parece ideado perfectamente. El río Bidasoa atraviesa Elizondo a la mitad, por lo que los puentecitos más hermosos unen una parte con la otra.
Lo que me llamó mucho la atención del País Vasco del lado español, era la arquitectura de las casas: patentaron un estilo y luego todos lo copiaron. Las casas blancas, con techos de teja naranja, y ventanas pintadas de bordaux o el marrón de la madera muy bien cuidado. Algunas ventanas estaban enmarcadas con piedras que también eran usadas en los ángulos de las casas. De atrevida digo que, arquitectónicamente hablando, el País Vasco es heterogéneo y eso le da una apariencia de paz (que la historia y la ETA se han asegurado de que nada más lo simule en la arquitectura).
Hay cierta mística en este lugar creada por la bruma que se crea entre el río y las montañas. Criaturas míticas que pertenecen a la mitología de este lugar, que viven en el bosque, en esas montañas.
Erratzu
El domingo al mediodía llegamos a este pueblo. La flaca, una de las mujeres del viaje (la que se había leído la trilogía de Dolores Redondo) había rastreado a sus antepasados hasta este pueblo. Desde ese lugar partieron hacia Uruguay. Y ella se sintió de la misma forma que todos nos sentimos cuando “volvemos al origen”. Caminaba por las calles, sacaba fotos, tenía una mirada que marcaba que no estaba de todo en el plano real del mundo. Me crucé con ella en el puente, ella miraba hacia el río; le pregunté si estaba bien y me dijo que ese lugar era mágico, que no entendía como alguien se querría ir de allí.
Mi padre y yo nos metimos en un bar. Cuando la misa terminó, el cura también entró al bar. Se escuchaba una música diferente, como fuerte, un tanto guerrera, con letra en Euskera, y mi viejo fue a preguntarle al chico del bar sobre el origen de esa música: se sentía guerrera por un motivo., eran canciones de liberación. Entre cervezas, nos quedamos conversando con los del bar sobre las ansias de libertad que tiene el País Vasco, del cese al fuego de la ETA y de las peticiones de re locación de los presos políticos que estaban en cárceles lejos del País Vasco, por lo que era muy difícil para las familias visitar a sus presos. Al muchacho le cayó tan bien mi padre que le regaló un pendrive con música de guerrilla.
Zugarramurdi: Las brujas del Baztán
Que la inquisición fue brava en España, eso lo sabe todo el mundo. Que en Zugarramurdi existieron brujas que se escaparon de esa inquisición, de eso me enteré cuando llegué al valle del Baztán.
Nos enteramos de casualidad: a la salida de Erratzu paramos a comer en un restaurante que estaba en medio de las montañas y la moza nos dijo que, ya que estábamos por ahí, no podíamos dejar de visitar las cuevas de las brujas. Y, con semejante nombre, no se nos ocurrió hacer otra cosa.
El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición comenzó el el 1400 porque los Reyes Católicos querían mantener esa fe en su reino. A no olvidar, ellos expulsaron a los Moros del sur de España (y de ahí la frase “no hay Moros en la costa”) y los judíos tampoco la pasaron bien mientras Catalina y Fernando trataban de mostrarle al papa lo devotos que eran. Solo como dato, porque me sorprendió cuando lo descubrí: la inquisición española fue abolida 4 años después de que Uruguay tuviera su primer constitución (y nosotros que decimos que tenemos poca historia…). Quemaban en la hoguera a cualquiera que tuviera un credo diferente al católico, así como también la superstición y la brujería.
Al entrar a la cueva, el calor del verano se olvida. Hay humedad, fresco. Hay un camino marcado para turistas, para que la geología del lugar se destruya lo menos posible, y un guía que acompaña y se asegura de avisar de cada pozo en el camino, dónde están las goteras (digámosle así) y de que nadie se resbale. Cada vez bajamos más al centro de la tierra, cada vez nos alejamos más de la única salida. En 1609, la única esperanza de muchas mujeres, era encerrarse en esas cuevas, donde parecía que no había salida.
Estas mujeres, más que brujas, eran creyentes de la mitología del lugar. Seguían ritos, pero diferentes al exigido por la corona. Y por eso debían morir. Algunas se murieron antes de conseguir condena, otras marcharon a la hoguera. También estuvieron las que se convirtieron al cristianismo para poder ser salvadas. ¿Quiénes eran estas brujas? Vecinas. Madres, hermanas e hijas, que habían sido nombradas por niños o ancianos bajo tortura. Algunas cayeron por malas lenguas o simplemente porque el Inquisidor no entendía Euskera y el traductor no hacía un buen trabajo.
De las cuevas nos fuimos caminando al museo. El camino era corto, pero necesitábamos tomar un poco de aire fresco para cambiar el olor a humedad del centro de la tierra (o del Aquelarre, según los inquisidores). Y en el museo ya no supe si reírme o llorar. Parecía una comedia. En una de las paredes se leía: “Las brujas consumían sustancias que provocaban alteraciones de la conciencia en las que todo era posible, incluso volar. Martín de Saldáis, en 1525, nos habla del llamado potaje verde: ‘Se había de hacer con sapos muertos y desollados, y quedamos encima de las brazas, y con corazón de niños, todo mezclado… Se untaban manos, cara, pechos, sexo y las plantas de los pies y decían antes de salir volando: Hemen eta han (aquí y allí)”. Posiblemente, esta pomada estaba compuesta por vegetales con potentes efectos alucinógenos y por grasa animal que se absorbía a través de la piel”.
El este, o el lado francés
Cuando cruzamos los Pirineos para llegar al lado francés del País Vasco, paramos en un pueblo que se llama St. Jean Pied de Port. Resulta que ahí comienza uno de los caminos de Santiago. El lugar estaba lleno de peregrinos, con sus mochilas, bastones o bicicletas, todos anotándose, preparados para seguir las conchas de Santiago hacia la catedral.
A los vascos de Francia les gusta marcar la diferencia. Si bien ellos se consideran un mismo país, no pueden evitar las leyes de las fronteras establecidas, por lo que los precios difieren de un lado y del otro. El lado francés, además, parece más pulcro, más ajeno.
GUÍA
Una película: 8 apellidos vascos
Una obra de arte: Guernica, Pablo Picasso
Una bebida: Txakoli
Un libro: El guardián invisible, Dolores Redondo
Un cantante: Amaia Montero
Este artículo fue publicado en la revista La Mirilla. Actualmente la revista no existe.